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Foto del escritorMía Saan

¡Mmmh, los hombres!

Actualizado: 26 jun 2023


Isaac


El despertador sonó a las seis en punto, aún estaba oscuro y a tientas me dirigí al baño para orinar y luego meterme a la regadera. Salí y elegí ropa abrigadora para ese día frío de diciembre. Mi agenda marcaba un desayuno de negocios en Polanco y eso ameritaba un poco más de arreglo que el habitual. Me esmeré en marcar bien los rizos de mi cabellera y para los labios elegí un rojo carmín que yacía olvidado en el fondo de la cosmetiquera.


Al llegar al lugar, me registré y me dijeron que eligiera mi asiento. Eché un vistazo rápido a todas las mesas del salón y me llamó la atención una en donde sólo había dos varones, uno de ellos muy atractivo. Me acerqué a preguntarles si podía tomar un lugar a lo que ambos casi en coro, respondieron que “por supuesto”.


Me senté justo frente al atractivo que no tardó en llevar su mano derecha a la bolsa interna de su chamarra para sacar una tarjeta de presentación y ofrecérmela como parte de su protocolo de introducción en donde me dijo que se llamaba Alberto. Yo correspondí la cortesía entregándole una mía y comenzamos a charlar sobre cosas de negocios. La plática me servía para admirarlo discretamente y perderme en sus preciosos ojos color miel.


Fue llegando más gente a la mesa y nuestra charla e intercambio de miradas continuó hasta que anunciaron el inicio de la conferencia para la cual se estaba ofreciendo el desayuno.


A los pocos minutos, se acercó una de las chicas del evento y me avisó que ocuparían el lugar vacío junto a mí, pues se había quedado alguien sin espacio en las demás mesas. Yo estaba atenta a la conferencia pero sentí que alguien se estaba sentando a mi lado y escuché una voz masculina que me dijo “buenos días” y no tuve opción más que voltear a contestar el saludo. Mi vista se encontró con unos ojos verdes que yacían como esmeraldas detrás de la vitrina de unas gafas. Sonreí complacida y con disimulo bajé la mirada con el pretexto de acomodar mi silla y pude ver sus piernas gruesas y fuertes que se distinguían bien con sus jeans y unos antebrazos bronceados y velludos.


A pesar de que toda la concurrencia estaba en silencio y atenta a la conferencia, mi nuevo compañero comenzó a hacerme la plática en voz bajita. Yo le contestaba un poco cortante, pues me sentía incómoda hablando mientras los demás ponían atención al ponente, así que para evitar más preguntas, le di mi tarjeta de presentación.


Mi estrategia funcionó sólo por unos minutos, pues de pronto vibró mi celular avisándome de un mensaje. Lo abrí y era un mensaje que decía: “Hola, soy Isaac tu vecino de junto, como no quieres hablar entonces qué te parece si mensajeamos?”


Me pareció osado pero creativo y accedí a mensajear, olvidando por completo al conferencista. Los mensajes comenzaron por el clásico “¿A qué se dedica tu empresa?” pero era obvio que esa información no le importaba en absoluto, lo único que buscaba era llamar mi atención y lo logró. Me escribía cosas graciosas y me sacaba una que otra sonrisa que yo trataba de disimular, pues no era propio para la ocasión. De pronto se levantó y salió del salón y desde afuera me mandó un último mensaje que decía “si te gustan las aventuras, te espero en el baño del salón contiguo”


Lo leí y me quedé helada preguntándome si en realidad me atrevería a salir, pues era evidente que no quería platicar, pero al mismo tiempo sentía un cosquilleo en el estómago, igual al que me embargaba cuando hacía teatro y estaba en las piernas del escenario esperando salir a mi escena, con miedo y emoción mezclados, y así como en el teatro daba un paso hacia el centro del escenario, me levanté de la silla y salí del salón para encontrarme con mi único público de esa mañana. Abrí la puerta del baño y entré tratando de adivinar en cuál de todos los privados estaba esperándome y entre tosidos mencioné su nombre para que supiera que era yo. La puerta del último privado se abrió y una mano masculina salió para indicarme que ese era el lugar, corrí para entrar y cerré con prisa. El espacio era muy pequeño y apenas cabían nuestros cuerpos completamente embarrados y él por su altura se tuvo que agachar para encontrar mi boca y comenzar a besarme. Inmediatamente llevó una mano a mis tetas y la otra a mi trasero. Me acariciaba con desesperación por encima de la ropa y yo a él. Pude sentir su erección y bajé el cierre de sus jeans. Con cuidado bajé también el frente del bóxer para liberar a ese suculento pedazo de carne tibia que me hizo salivar tan solo de verlo. Sin dudarlo lo cerqué a mi boca y comencé a lamerlo de principio a fin mientras él me desabotonaba la blusa y sacaba una de mis tetas por encima del brasier.


Yo estaba perdida en el embeleso del momento y por segundos volvía a la realidad y me percataba de la locura que estaba haciendo, pero el pensar que estábamos en un lugar público y que en cualquier momento alguien podría entrar y descubrirnos, elevaba aún más mi temperatura.


Sus dedos pulgar e índice masajeaban mi pezón y un orgasmo precoz me sorprendió en plena felación lo cual permitió ahogar mis gritos en esa mordaza de carne que yacía dentro de mi boca, pero tuve que tomar aire y me incorporé para recuperar el aliento. Él me pidió que me pusiera de espaldas a él para bajar mi pantalón y se encontró con la tanga blanca de encajes que hizo a un lado para poner sus dedos en mi vulva húmeda y resbaladiza, mientras con la otra mano comenzó a masturbarse para hacerme segunda, creí que terminaría sobre mis nalgas, pero mi gusto obsesivo por la leche tibia, me hizo voltear de nuevo y acerqué mi cara a su verga pidiéndole que se viniera en mi boca. Aún no terminaba de decirle, cuando de pronto sentí su semen caliente en mi lengua y garganta. Tuvo un orgasmo tan intenso que podía sentir sus espasmos en mi paladar mientras seguía succionándolo para no dejar escapar ni una gota.


Nos incorporamos y acomodamos rápidamente nuestras ropas. Le pedí que él saliera primero y que yo lo alcanzaría en el salón. Aproveché para retocar el lápiz labial y acomodarme el cabello.

Salí del baño para volver al salón y mientras caminaba podía sentir la humedad de mi vulva hinchada, pero también una prisa inexplicable por regresar a ver a Alberto, el guapo al que vi primero en la mesa, pero cuando llegué ya se había ido.


En ese momento pensé ¿cuánta putería podía caber en mi ser? Acababa de chuparle la verga a uno y ya estaba pensando en ir a buscar al otro.


¡Qué rico!


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